HISTORIA DE AMOR EN NAVIDAD (HISTORIA ADAPTADA)
sábado, 24 de diciembre de 2016
CAPITULO FINAL
Cuando Paula bajó al salón al día siguiente por la tarde se encontró con que Pedro ya había llegado y que estaba hablando con su hermano en el vestíbulo. Cuando la oyeron bajar, interrumpieron la conversación y la miraron.
Paula contuvo la respiración. Pedro llevaba un traje negro con una camisa inmaculadamente blanca que hacía resaltar el negro de sus cabellos y el tono tostado de su piel.
Ella había elegido un vestido blanco con bordados plateados que destellaban cuando se movía. El diseño era sencillo, con escote y falda hasta los pies.
—Siento haberte hecho esperar, Pedro. No sabía que estabas aquí.
Éste miró a Tomas.
—Acabo de llegar. Estás preciosa, Paula. Sólo te faltan las alas de ángel.
Paula miró a Tomas y le guiñó un ojo.
—Me parece que todavía no me he merecido qué me llamen ángel. ¿Tú que crees, Tomas?
Éste, con un gesto poco frecuente en él, rodeó a su hermana con un brazo y la acercó hacia sí.
—Tengo que admitir, hermanita, que te brillan los ojos como no te brillaban desde hacía mucho tiempo. ¿Quién sabe?
Sorprendida ante aquella demostración de afecto, Paula le besó la mejilla.
—¿Dónde está mamá?
—Aún no ha bajado. Después tengo que llevarla a casa de unos amigos.
Pedro cogió el abrigo de Paula y se lo echó sobre los hombros.
—No estoy segura de cuándo volveré, Tomas —empezó ella, pero su hermano la interrumpió.
—No te preocupes. —Piensa solo en pasar una Nochebuena maravillosa, ¿vale?
—De acuerdo —dijo ella, sonriendo a Pedro—. Sé que será sí.
Cuando salieron de la casa ya había oscurecido. La noche estaba tan despejada que daba la impresión de que podían tocarse las estrellas con los dedos. Paula aspiró hondo, como si quisiera respirar la magia de aquella noche.
—Mi madre está entusiasmada —dijo Pedro, ya en el coche—. Ángela y ella han estado todo el día cocinando. Han venido algunos tíos a pasar unos días con nosotros, así que tenemos la casa llena —la miró y sonrió—. Como de costumbre.
Tuvieron que aparcar a unas cuantas casas de distancia del hogar de los Alfonso. En éste, todas las ventanas estaban iluminadas, y al acercarse al porche oyeron la música, las risas y las voces de mucha gente.
Justo antes de abrir la puerta, Pedro sujetó a Paula por los hombros y la besó suavemente en los labios.
—Feliz Navidad, Paula.
Cuando entró en la casa Paula sabía que tenía las mejillas cubiertas de rubor. Todo el mundo les recibió con entusiasmo, y en cuestión de minutos Paula fue abrazada y besada por todos los miembros de la familia, que comentaron lo hermosa que estaba. Pedro no la soltó en ningún momento. Todas las habitaciones del primer piso estaban abarrotadas de familiares y amigos que, como todos los años, cenaban en la casa de los Alfonso.
Algunos hicieron bromas sobre su tardanza, pero Pedro se limitaba a sonreír.
—He salido tarde de trabajar —le dijo a su padre.
—Ya sé que estás muy ocupado —contestó éste, dándole unas palmaditas en la espalda.
Serena Alfonso se puso a tocar el piano y su marido y muchos de los invitados no tardaron en empezar a cantar villancicos.
El tiempo pasó rápidamente y, antes de que Paula se diera cuenta de la hora, Pedro le puso el abrigo sobre los hombros. Fue entonces cuando advirtió que todo el mundo se estaba abrigando para acudir a la iglesia con el fin de asistir a la misa del gallo.
Nadie podía ir con ellos, porque en el deportivo de Pedro sólo cabían dos personas. Bajo los primeros copos de nieve corrieron hacia el coche.
La serenidad de la noche les acompañó durante el trayecto hasta la iglesia. La mayoría de la gente ya estaba acostada, y Paula experimentó la agradable sensación de que Pedro y ella parecían ser los únicos que estaban despiertos. La ilusión se disipó cuando llegaron al aparcamiento de la iglesia, completamente abarrotado de coches.
Se sentaron en uno de los bancos del final. Paula nunca imaginó que podría volver a pasar la Nochebuena con Pedro, pero al mirarle en ese momento se dio cuenta de que se habían producido muchos cambios vitales en sus vidas. Los dos eran adultos. Sabían lo que querían. Al menos ella lo sabía. Durante la misa lo supo con toda claridad: quería pasar el resto de su vida junto al cariñoso y apasionado hombre que estaba sentado a su lado y compartir con él muchos momentos como aquél.
Cuando el servicio terminó salieron de la iglesia sin hablar.
Fueron en coche hasta el lago Oswego en silencio, aunque la melodía de los villancicos seguía resonando en los oídos de Paula.
Pedro aparcó delante de la casa. La nieve casi había cubierto los setos que rodeaban el sendero, y aquello parecía la decoración apropiada para la ocasión.
Entraron en el vestíbulo y Paula vio una luz procedente del primer piso.
—¿La has dejado tú? —preguntó a Pedro.
Él le ayudó a quitarse el abrigo y la cogió de la mano. La llevó hasta el primer piso y, al llegar a la puerta de su dormitorio, le hizo una señal para que pasara.
Sobre una mesa que había delante los enormes ventanales desde los que se divisaba el lago, había un arbolito de navidad con luces intermitentes y adornos navideños, con un ángel rubio en la copa.
—¿Cuándo lo has hecho —preguntó sorprendida?
—Esta tarde. Quería que nosotros también tuviéramos nuestro árbol de Navidad.
—Una idea maravillosa.
Pedro se acercó al árbol y descolgó un paquetito. Sin decir nada, se lo ofreció.
A Paula le temblaban tanto las manos que no sabía si podría desenvolverlo. Cuando por fin lo consiguió, casi se le cayó la caja que había en el interior. En ella había un anillo con una brillante piedra azul rodeada de diamantes.
—Oh, Pedro, es precioso.
—Hace juego con el color de tus ojos. Me han dicho que se llama topacio de Londres. Todo lo que sé es que cuando lo vi la primera vez pensé en ti.
Pedro lo sacó de la caja y se lo puso en el dedo anular de la mano izquierda.
—Feliz Navidad, amor mío —susurró, y la besó.
Cuando Pedro la soltó, ella no pudo ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos.
—¿Qué ocurre?
—¡Nada! Todo lo contrario. No puedo creerlo. ¿Significa esto que quieres empezar desde el principio? ¿Que tenemos la oportunidad de construir una vida juntos?
—¿Es eso lo que quieres?
—Más que ninguna otra cosa.
—¿Quieres decir que estás dispuesta a venir a vivir a Portland?
—Quiero estar contigo, Pedro, donde sea.
—¿Te gustaría vivir en esta casa?
—Si eso es lo que quieres, sí.
Pedro la levantó en brazos y la llevó hasta la cama.
—Eso es lo que quiero.
Pedro se quitó la corbata y la chaqueta. Fue entonces cuando Paula vio el anillo.
—Esta vez vamos a hacer las cosas bien —dijo ella.
—¿Qué quieres decir?
—El anillo de compromiso primero —dijo Paula, alzando una mano.
Pedro, que se estaba desabrochando la camisa, se detuvo.
—Bueno, no exactamente —dio media vuelta y se dirigió a la ventana—. ¿Te acuerdas que te dije que había hecho un trato con tu padre, hace años?
—¿Para que me dejaras en paz?
—Sí. Para dejar que continuaras con tu vida y con tus estudios. Le prometí que no haría nada que te influyera para que volvieras conmigo —sin volver la cabeza, añadió—: Creo que he mantenido la promesa.
—Sí, lo has hecho. No esperaba volver a saber nada más de ti.
—Lo habrías sabido, al menos indirectamente, si en algún momento te hubieras sentido atraída por otro hombre.
—No te entiendo.
Pedro continuó mirando por la ventana.
—Accedí a dejarte en paz. A cambio, tu padre accedió a no anular el matrimonio.
Paula no podía dar crédito a sus oídos. Se levantó y se acercó a él, estupefacta.
—¿Quieres decir que no hubo anulación?
—Así es.
Era increíble. Eso significaba que durante todos aquellos años, mientras ella estudiaba en el Este y él estaba en Portland…
—¿Pedro?
Lentamente, Pedro se volvió para mirarla, con las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones y una expresión de cautela en el rostro.
—El matrimonio sigue vigente, Paula. Tu padre se aseguró de ello. Confiaba en encontrar alguna manera de romper nuestro trato, y por eso se aseguró de que todo estuviera en regla.
—Entonces tú y yo estamos casados.
Él asintió.
—Y no me lo has dicho nunca.
—Tu madre no lo sabe. Sólo tu padre, Tomas y yo. Cuando murió tu padre… —calló de repente.
—¿Tomas lo ha sabido durante todo este tiempo y no me ha dicho nunca una palabra?
—No. Quería saber si nuestro amor era verdadero. Le prometí que si alguna vez conocías a otro hombre, yo iniciaría el proceso para anular el matrimonio.
—Nunca me ha interesado ningún otro hombre.
—Eso es lo único que ha mantenido mi esperanza durante todos estos años, cariño. Tomas se informaba de tu vida a través de tu madre, y después me lo contaba a mí.
—Por eso parecíais conoceros tan bien.
—No tan bien, pero hemos mantenido el contacto. Verás… eras mi mujer, y yo quería ser responsable de tu vida, por lo que insistí en pagar los gastos de tu educación.
—¿Qué? Pero eso no es justo. Mi familia tenía dinero. Tú no.
—Puede que al principio no —admitió él, secamente—, pero estaba resuelto a demostrarles a tus padres que era capaz de hacer cualquier cosa por ti —esbozó una sonrisa—. Entre el trabajo y los estudios estaba tan agotado que no tenía tiempo para pensar en ninguna otra cosa, como por ejemplo en el hecho de que tenía una mujer que no sabía que lo era. O como en el hecho de que no sabía si seguirías queriéndome. O como en el hecho de que al negarte a volver a Portland casi nos convenciste, a Tomas y a mí, de que estaba malgastando mi tiempo y mi dinero en una esperanza inútil.
—Oh, Pedro—exclamó ella, abrazándole—. ¡Si lo hubiera sabido! Hubiéramos podido estar juntos durante todos estos años. ¡Hemos perdido tanto tiempo!
—Perdido no. Los dos necesitábamos tiempo. Tú nunca me trataste como al hijo del jardinero, alguien a quien se mira con desprecio, y no iba a tolerar que tu familia me tratara de esa manera.
Paula le abrazo con todas sus fuerzas y apoyó la mejilla en su pecho.
—Oh, Pedro, te quiero.
Pedro suspiró.
—Había noches en que no dejaba de pensar en si alguna vez volvería a oírte decir eso —le alzó la barbilla y la besó, y todo el anhelo, toda la incertidumbre, todo el amor que le había acompañado durante tantos años se desbordó en ella, llenándole el alma y el corazón de felicidad.
Sin interrumpir su beso, Pedro la levantó en brazos y la hizo tenderse en la cama. Se acostó junto a ella y dejó que sus manos exploraran y amaran su cuerpo como tantas veces lo había hecho en sueños.
Toda la incertidumbre en la que Paula había vivido desde el día en que le vio de espaldas en el centro comercial se evaporó en la pasión de aquel beso. Pero quería mucho más de él y empezó a desabrocharle la camisa con precipitación, buscando su piel cálida bajo la tela.
Advirtió que él le bajaba la cremallera del vestido, y se separó un momento para ayudarle a desnudarla. La prenda de seda se deslizó hasta el suelo.
—Mi ángel de Navidad. Feliz aniversario, cariño —susurró él.
Rápidamente terminó de quitarse el resto de la ropa y se tendió de nuevo a su lado.
Paula pudo apreciar los cambios que habían tenido lugar en su cuerpo: el pecho ancho, los hombros musculosos.
Delineó con las manos la curva de su torso, de su cadera y de sus muslos.
—¿Te das cuenta de lo que me estás haciendo? —gimió él, sujetándola y haciendo que se tumbara sobre él.
—A mí me pasa lo mismo —admitió ella.
—Seis años es una espera muy larga.
—Lo sé, y no voy a preguntarte qué has hecho. ¿Cómo podría hacerlo?
—Pero puedo responderte. Nunca he deseado a ninguna otra mujer, Paula. Nunca —rodeó con sus manos la cabeza de su mujer y volvió a besarla.
Paula no podía continuar ignorando la posición en que estaba sobre él. Se alzó ligeramente y empezó a moverse despacio, acariciándole con su cuerpo.
Pedro la sujetaba mientras ella se movía, haciendo realidad por fin una de las muchas fantasías que le habían acompañado durante años.
Por fin ella se desplomó sobre su pecho, demasiado débil para continuar. Sin separarse rodaron juntos por la cama y ella quedó bajo su cuerpo para recibirle en lo más profundo de su ser, en una unión que les proporcionaba un sentimiento de plena satisfacción.
El ángel de Navidad fue el mudo testigo de todos sus movimientos, y con su amable sonrisa indicaba que todo marchaba bien. Una vez más, la magia de la Navidad colmó los deseos de Paula en lo más profundo de su corazón.
Pero en esa ocasión sabía que duraría para siempre.
—¿Estás despierta? —preguntó él en un susurro al cabo de un rato.
—Sí.
—¿Tienes hambre?
—No mucho, ¿por qué?
—He pensado que podríamos atacar la nevera. La he llenado hasta arriba antes de ir a buscarte.
—¿Crees que debo llamar a Tomas y a mi madre para que no se preocupen por mí? Esta noche las carreteras van a estar muy mal.
Pedro le delineó con el dedo índice la barbilla y continuó por entre sus senos hasta llegar a su vientre.
—Tomas ya sabe que no vas a volver a casa esta noche.
—¿De eso estabais hablando en el vestíbulo?
—Sí. Me dijo que ya no había motivo para seguir guardando el secreto. De todos modos, yo ya había decidido que no podía seguir esperando. Pasara lo que pasara, tenías que saberlo.
—No puedo creer que mantuvierais ese secreto durante tantos años.
—Tu madre va a ser la más sorprendida. No sabe lo que sucedió. Tu padre le dijo que te había encontrado en casa de mis padres, que habías pasado la noche con Ángela.
—¿Y lo creyó, con lo mal que yo estaba?
—Supongo que sí. Así que ahora tendremos que explicarle por qué no vas a volver a casa hasta dentro de unos días.
—¿Dentro de unos días?
—No pienso dejarte salir de mi cama mientras pueda evitarlo. ¿Por qué crees que te he dicho lo de la nevera? No quiero que te quedes sin energías.
—¿Y tú?
—Yo he acumulado reservas durante seis años, amor mío.
El beso lento que le dio dejaba claro que estaba más que dispuesto a demostrárselo.
Paula se apretó contra él.
Con la magia de la Navidad, todo era posible...
CAPITULO 10
Cuando Pedro fue a recogerla, su madre y su hermano estaban en casa. Paula le hizo pasar al salón.
—Madre, Tomas, supongo que recordáis a Pedro Alfonso.
A Paula le sorprendió que su hermano Tomas se levantara solícito y fuera a estrecharle la mano a Pedro.
—Hola, Pedro. Me alegro de verte. Hacía mucho que no te veía.
—He estado ocupado —dijo Pedro.
—Eso me parecía. Leí en el periódico que os han dado la adjudicación de las propiedades de Crandall.
—Así es.
—Enhorabuena. Tu empresa está creciendo muy rápidamente.
Paula no podía creer lo que estaba oyendo: Tomas hablando con Pedro como si fueran viejos amigos, aunque la actitud de Pedro era mucho más reservada. Y era evidente que Tomas estaba al día sobre la situación de la compañía de Pedro. Desconocía el motivo.
—Hola, Pedro —saludó la madre—. ¿Cómo está tu familia?
—Bien, gracias.
—¿Te apetece un café?
—Ahora no, gracias —dijo él—. Le he prometido a Paula que la llevaría a ver mi último proyecto y después iremos a cenar.
—Sí, ya me lo ha dicho. Sé que está contenta de ver a los viejos amigos después de tanto tiempo.
Pedro miró a Paula de soslayo.
—Yo también me alegro de verla.
Paula recogió su abrigo y salieron. Afuera estaba aparcado el deportivo último modelo de Pedro.
—Un recibimiento muy diferente al que solía darme tu familia —señaló él, después de poner el coche en marcha.
—No creo que ni Tomas ni mi madre sintieran lo mismo que mi padre, Pedro.
—Eso parece.
—Tomas parece muy interesado en tus cosas.
Paula se dio cuenta de que Pedro vaciló durante unos segundos antes de contestar.
—Sí, bueno, en estos últimos años nos hemos visto algunas veces.
—A mí nunca me lo ha dicho.
—No tenía motivo para hacerlo, ¿no crees?
Pedro se dirigió hacia el sur, siguiendo el río Willamette, hacia el lago Oswego, hasta llegar a la entrada de una calle donde había un letrero que decía: «Propiedad particular». Siguieron, por un camino flanqueado de árboles, que se bifurcaba formando un círculo delante de una gran mansión de dos pisos.
—¿Aquí es donde vives?
—Llevaba muchos años abandonada, y pensé que merecía la pena arreglarla —explicó—. Por dentro está prácticamente terminada. Ahora sólo falta dar unos pequeños arreglos a la fachada.
Paula bajó del coche y se dirigió hacia la puerta.
—¡Es preciosa, Pedro!
Era una mansión con grandes ventanas, rodeada de árboles y aislada del mundo exterior.
Pedro abrió la puerta principal, que daba a un amplio recibidor del que salía la escalinata en curva que subía al primer piso.
—Apuesto a que más de un niño se ha deslizado por la barandilla —comentó ella, que casi podía sentir el calor y las risas de los anteriores habitantes de la casa.
—Desde luego es muy tentadora —repuso él. Pedro había realizado un excelente trabajo en la casa, conservando y puliendo los suelos de madera y pintando las paredes en tonos pastel. Un jardín bajaba hasta la orilla del lago.
Rododendros, azaleas y rosales indicaban que la primavera y el verano llegarían acompañados de vivos colores.
—Oh, Pedro—exclamó ella, hechizada.
—¿Te gusta?
—Me encanta. Nunca he visto una casa tan bonita y acogedora.
Pedro la cogió de la mano y la llevó a la cocina, que había sido modernizada, y después volvieron al pasillo.
—Te enseñaré el piso de arriba.
Había cuatro dormitorios, de los cuales el principal contaba con un cuarto de baño propio. La decoración era muy masculina, y Paula no pudo evitar que su mirada se detuviera en la inmensa cama que dominaba la habitación.
Se preguntó cuántas mujeres la habrían compartido con él.
No quería saberlo. Ya no era asunto suyo. Había sido ella quien le había dejado.
—Es increíble, Pedro. Has hecho un trabajo excepcional. ¿Piensas ponerla a la venta cuando termines de arreglarla?
—Todavía no sé lo que haré.
—Ya veo.
Paula deseó que así fuera. Pedro no había mencionado a ninguna otra mujer, y sin embargo era demasiado atractivo para no tener a nadie. La tarde que había estado en su casa, escuchó atentamente la conversación, buscando alguna palabra o nombre que le diera una pista sobre su vida personal.
Se dijo que si fuera más valiente se lo preguntaría directamente, pero sabía que no era asunto suyo, y no estaba muy segura de poder soportar la respuesta.
—¿Nos vamos? He reservado una mesa en un restaurante cerca del río.
Ella asintió y se dirigió hacia la puerta.
—¿Paula?
Se volvió. Pedro continuaba en medio de la habitación.
—¿Sí?
—¿Crees que debo reservarme esta casa para mí?
—Realmente no lo sé —dijo ella, encogiéndose de hombros y fingiendo indiferencia—. Me parece muy grande para una sola persona.
—No tengo la intención de vivir aquí solo.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta.
—Entonces se lo tendrás que preguntar a la mujer con quien piensas compartirla.
Pedro se situó a su lado y la miró con intensidad.
—Te lo estoy preguntando a ti.
Antes de que pudiera decir nada, la abrazó y la besó, lenta y apasionadamente, con una caricia embriagadora que la hizo recordar el pasado, aquella inolvidable noche que habían pasado juntos.
Paula le rodeó el cuello con los brazos. Aún no había olvidado lo que era sentir el cuerpo de Pedro pegado al suyo. Ese beso, le estaba demostrando que la actitud que había tenido con ella hasta entonces no había sido más que una máscara. Todavía le importaba.
Cuando finalmente sus bocas se separaron, los ojos de Pedro brillaban apasionados.
—Vámonos de aquí —musitó—, o no seré capaz de dejar que te vayas.
Sin mirarla, Paula era consciente de la cama que les estaba esperando, incitante. Se dijo que sería muy fácil decirle lo mucho que deseaba hacer el amor con él, después de tanto tiempo.
Fueron al coche en silencio. Cuando Pedro se sentó al volante, Paula le miró y sonrió.
—Llevas más carmín en los labios que yo —dijo, ofreciéndole un pañuelo.
Pedro se miró en el espejo retrovisor, aceptó el pañuelo y se quitó el color de la boca.
—Lo siento. No quería hacerlo —dijo sin mirarla. Le devolvió el pañuelo y puso el coche en marcha.
Paula decidió ser sincera con él.
—Yo no. He querido besarte así desde que te vi el otro día en el centro comercial.
Pedro la miró sorprendido, y después una lenta sonrisa se dibujó en sus labios.
—¿En serio?
—En serio.
Pedro soltó una carcajada.
—Y yo he estado conteniéndome contigo continuamente.
—¿Por qué?
—No quería asustarte.
—Pedro, nada de lo que hagas puede asustarme.
Pedro reflexionó sobre aquellas palabras en silencio. Después dijo:
—Tenemos que hablar.
—Sí.
—Pero esta noche no. Quiero que pasemos una velada tranquila, que tengamos la oportunidad de volver a conocernos —hizo una pausa para elegir bien las palabras—. Mañana es Nochebuena —Paula sabía que los dos recordaban el significado de aquel día, pero no pudo encontrar palabras para expresar lo que estaba sintiendo—. Paula, ¿quieres salir conmigo mañana? Podemos ir a cenar con mis padres, y a la iglesia… —hizo una pausa.
—Me encantaría.
—¿Te gustaría volver a mi casa después, conmigo? —por un momento Paula creyó que se le iba a salir el corazón del pecho—. Tenemos que hablar. Tenemos mucho que decirnos, pero prefiero esperar a que tengamos bastante tiempo e intimidad.
—Sí, Pedro—dijo ella—. Estaré contigo todo el tiempo que quieras.
Pedro, sin mirarla, le acarició suavemente la mejilla.
—Gracias.
La joven se preguntó cómo podía darle las gracias por haber accedido a algo que estaba deseando desesperadamente.
Ella era la que le había dejado plantado.
Cuando llegaron al restaurante, enseguida los llevaron a su mesa. A Paula le sorprendió la decoración y la intimidad de que gozaban todas las mesas. Su mesa estaba junto a un ventanal desde el que se divisaba el río y un puente cercano.
Una vela en un candelabro de cristal creaba el efecto de un halo que les envolvía a ambos.
Después de pedir, Pedro cogió sus manos entre las suyas y la miró intensamente a los ojos.
—Háblame de ti, Paula. Del colegio, de tus amigos, de tus aficiones. Ayúdame a conocer mejor a la mujer en que se ha convertido la joven que conocí
Paula fue narrándole su vida, y él a veces la interrumpía, haciéndole preguntas que ella respondía con facilidad. Su vida no tenía secretos; era casi aburrida.
Cuando llegó al final, ya estaban tomando café.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Cuándo vas a hablarme de ti?
—Lo haré. Mañana por la noche, te lo prometo —desvió la mirada durante un momento y Paula admiró la perfección de su perfil. Sus ojos negros volvieron a encontrarse con los azules de ella—. Ya es tarde y los dos necesitamos descansar. Pasaré a recogerte mañana para ir a cenar con mis padres.
Ella asintió. Sus planes para el día siguiente eran muy similares a los de aquel mismo día seis años atrás, pero en esa ocasión no estaba su padre para poder cambiarlos. En esa ocasión Pedro no le estaba sugiriendo que se casaran y ella tampoco era aquella niña ingenua con los ojos llenos de estrellas.
Paula sabía que Pedro la deseaba. Ella también. Se dijo que si eso era todo lo que podía tener, tendría que ser suficiente para ella. Después de todo estaban en Navidad y durante esa época mágica podía suceder cualquier cosa.
Cuando Pedro la acompañó hasta la puerta de la casa, rehusó la invitación a pasar.
—Para mañana han anunciado nieve. Espero que se equivoquen. Va a viajar mucha gente.
—Conduce con cuidado —dijo ella, poniéndose de puntillas para besarle suavemente en los labios—. Cuídate por mí.
—Siempre —repuso él, riendo—. Hasta mañana.
Paula entró en el vestíbulo y su hermano Tomas salió a recibirla a la puerta del salón.
—Me había parecido oírte.
—¿Dónde está mamá?
—Se ha acostado; estaba cansada. ¿Te apetece una copa de jerez antes de acostarte?
—Sí, ¿por qué no? Un jerez me sentará bien —siguió a su hermano al salón y fue a la chimenea—. Al lado de la chimenea se está muy bien —comentó—. He oído que va a nevar.
—Sí —Tomas le ofreció una copa y ella se sentó en una silla cerca del fuego—. ¿Qué tal ha estado la cena?
—Bien.
—¿Vas a pasar la Nochebuena con él?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada en particular. Desde que te fuiste de Portland no has vuelto a hablar de Pedro. No estaba seguro de que quisieras verlo.
—Nos encontramos por casualidad.
—Yo no creo en las casualidades.
—¿Qué quieres decir? Era imposible que supiéramos que los dos íbamos a estar comprando en el centro comercial ese día.
—Pero tarde o temprano le habrías visto —Tomas bebió un trago de su copa—. Ya sé que piensas que papá fue muy duro con Pedro hace seis años.
—Duro no es la palabra. Fue brutal, y tú lo sabes.
—Estaba preocupado por ti.
—No tenía motivos para estarlo.
—Papá te quería mucho, Paula. Quería lo mejor para ti.
—Pero él creía que era el único que sabía qué era lo mejor.
Tomas sacudió la cabeza.
—Casarse en aquel entonces no era una idea muy sensata, ¿no crees?
Paula dirigió la mirada a las llamas que bailaban en la chimenea.
—Le quería. Era la única manera de estar juntos. Además, yo pensaba seguir estudiando.
—A menos que te quedaras embarazada. Siempre existía esa posibilidad.
—¿Qué más da ahora? —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—¿Sigues enamorada de él?
Paula lo miró, sorprendida. Su hermano jamás le había hecho preguntas tan personales como ésa.
—Claro que estoy enamorada de él. Siempre lo he estado y siempre lo estaré. Pero eso ya no importa.
—¿Y qué es lo que importa?
—Pues que Pedro ya no tiene sitio para mí en su vida. Ni siquiera desea hablar de lo que pasó, como si para él ya no significara nada.
—Paula, tienes razón. No puedes seguir viviendo en el pasado, ni dejar que las heridas de entonces te sigan obsesionando. Lo pasado, pasado está. No puedes cambiarlo.
—Lo sé. La verdad es que creía haberlo olvidado todo hasta que volví a verle. Perdí muchas cosas.
—No creo que «perder» sea la palabra adecuada. «Posponer», quizá, describiría mejor la situación. Todavía sois muy jóvenes. Os quedan muchos años para ser felices juntos, sobre todo ahora que él tiene una buena posición económica y tú has terminado tus estudios.
—Sólo falta un pequeño detalle.
—¿Cuál?
—Que Pedro no ha mencionado en ningún momento nada de un futuro en común.
—¿No te ha sugerido que te vengas a vivir a Portland?
—Ni una sola vez.
—Muy interesante —musitó Tomas.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Se podría hacer un interesante estudio sobre su personalidad —Tomas apuró la copa y se levantó, sin dar más explicaciones—. Entonces mañana no cenarás en casa, ¿verdad?
—No —dijo ella—, y no creo que vuelva hasta bastante tarde.
No podía mirarle a los ojos. ¿Cómo podría decirle a Tomas que si Pedro le sugería que pasaran la noche juntos ella aceptaría sin pensárselo dos veces? Dejó la copa en la mesa y se levantó.
—Hasta mañana, Tomas. Buenas noches.
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