Paula se acostó temprano, con la esperanza de descansar, pero no le sirvió de mucho.
Cada vez que cerraba los ojos veía un par de ojos negros observándola. A veces era una expresión cálida, llena de amor. Otras veces, la expresión era de completo vacío.
Pedro no se había mostrado impresionado ni sorprendido al verla. ¿Sería una indicación de lo poco que ese encuentro afectaba a sus sentimientos?
Paula se recordó que le había encontrado delante del escaparate de una joyería, mirando las joyas femeninas, lo cual era una prueba clara de que existía otra mujer en su vida.
¿Qué esperaba? Pedro era un hombre muy atractivo. Siempre lo había sido. Paula sonrió, recordando…
*****
Nunca olvidaría el verano que conoció a Pedro, cuando él iba a su casa a ayudar a su abuelo y a su tío a cuidar del jardín.
Pasaba muy poco tiempo con él, pero eso tampoco le importaba demasiado. Le bastaba con mirarle mientras trabajaba, y a medida que pasaban las semanas iban aprendiendo más cosas sobre él.
Era el mayor de cinco hermanos, y una de sus hermanas, Ángela, tenía la misma edad que Paula. También tenía un hermano recién nacido, y Paula enseguida pudo darse cuenta del gran amor que Pedro sentía por su familia.
Cuando empezó a ir al instituto, Paula ya sabía que ningún hombre podría ocupar el lugar de Pedro en su corazón. En seis años le había visto convertirse en un hombre. Aunque había dejado de trabajar en su casa después de un par de veranos, Paula pudo seguir viéndole gracias a Ángela.
Paula conoció a Ángela el primer día de instituto. En cuanto la vio, con su pelo negro y rizado y sus expresivos ojos negros, supo que tenía que estar emparentada con Pedro.
Ángela era una joven tímida pero muy agradable y Paula y ella pronto se hicieron amigas. Aunque Paula no había podido convencerla de que en su casa sería bien recibida, Ángela empezó a invitarla a su casa.
Paula no mentía a su madre sobre lo que hacía al terminar las clases. Era cierto que tomaba parte en muchas actividades extraescolares, pero cuando éstas terminaban Paula se apresuraba a irse a casa de los Alfonso, que afortunadamente para ella vivían cerca del instituto.
Desde muy pequeña Paula había sabido que su familia tenía ideas muy concretas sobre quiénes debían ser sus amigos.
Su padre, sobre todo, le había marcado unas normas muy estrictas sobre los chicos con los que podía salir.
Dada la timidez de Paula, la mayoría de esos jóvenes no tardaron en perder interés por ella para irse a buscar otras amigas más animadas. Paula era feliz ayudando a Ángela con sus hermanos pequeños, y cuando Pedro aparecía por la casa, su felicidad era completa. Vivía para los pocos momentos en que lo veía.
Ni siquiera el hecho de que la tratara de modo muy similar a Ángela le importaba. Era Pedro, y eso le bastaba.
Fue en el verano del año en que cumplió diecisiete años cuando las cosas entre Pedro y ella cambiaron.
Paula había logrado convencer a Ángela para que fuera a conocer a su madre. Ésta se alegró de la amistad que existía entre las dos muchachas. Había oído muchas historias sobre algunas de las fiestas y actividades de las jóvenes de su edad. Así pues Paula se pasó casi todo el verano en casa de los Alfonso con la bendición callada de su madre.
Nunca olvidaría la primera vez que Pedro la invitó a salir.
Ángela y ella acababan de volver de nadar en la piscina de su casa. Ángela le había prometido a Pedro que le prepararía la cena, pues el resto de la familia había salido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad.
Pedro trabajaba en la construcción, y su único medio de transporte era una vieja motocicleta. Acababan de llegar a casa y antes de que tuvieran tiempo de quitarse los bañadores, apareció Pedro, cansado y sudoroso.
—Pedro, lo siento —se excusó Ángela—. No nos hemos dado cuenta de la hora. Te prepararé algo de comer enseguida.
—No te preocupes, Angie —dijo él, sentándose a la mesa—, hace demasiado calor para comer.
Miró a Paula, que todavía no había podido quitarse el bañador. La joven se preguntaba por qué no se habría puesto el que se había comprado una semana antes, en lugar del viejo, que le quedaba pequeño. En ese momento estaba avergonzada, deseando que la tragara la tierra.
Pedro sonrió con picardía.
—Hola, Paula. Ese tono rojo te queda muy bien.
Paula se miró el bañador de color azul claro y después miró a Pedro, perpleja.
—Hablo del rojo de tus mejillas —explicó él—. Desde luego te ha dado bastante el sol. Más vale que tengas cuidado, tienes la piel muy blanca.
La miraba de arriba abajo, como estudiando su piel, deteniéndose un poco más de lo necesario en sus piernas.
—Er, Ángela, voy a cambiarme. Después te ayudaré con la cena.
—Tengo una idea mejor —dijo Pedro—. ¿Por qué no vais a cambiaros y luego vamos a tomar una pizza?
—Pero mamá me ha dicho que tenía que prepararte la cena —respondió Ángela.
—Si comemos bien no le importará. Además, hace mucho calor para cocinar.
Ángela no necesitó que insistiera más, y las dos jóvenes corrieron al dormitorio a cambiarse.
Paula todavía recordaba aquella noche. Hablaron y se rieron. Pedro les escuchaba atentamente y a ella le hizo preguntas sutiles sobre sus actividades, sus intereses y sobre los chicos.
Ángela declaró que Paula no tenía ningún interés por los chicos del instituto. Casi desde el principio se había dado cuenta del interés de Paula por su hermano mayor, y para ella, que quería a Paula de verdad, no podía haber nada mejor que se enamorase de Pedro. Ángela adoraba a su hermano. Pero hasta aquella noche no había hecho ningún comentario sobre el tema.
Paula se vengó dándole una patada por debajo de la mesa.
Más tarde Pedro insistió en llevarla a su casa en moto. Le consiguió un casco y se aseguró de que ella se sujetara bien a su cintura antes de salir. Ángela les despidió con una maliciosa sonrisa.
Paula nunca había estado tan cerca de Pedro, y no desperdició aquella oportunidad. Apoyó la cabeza en su espalda y cerró los ojos, deseando que aquel viaje durara para siempre.
Cuando llegaron a su casa, Paula se dio cuenta de que sus padres habían salido. Pedro siguió el sendero que llevaba a la parte de atrás de la casa y detuvo la moto.
Después de ayudarla a bajar, Pedro montó otra vez para irse, pero ella le detuvo.
—¿Tienes que irte?
Él la miró, sorprendido.
—Bueno, es que hace una noche muy buena. ¿Quieres que nos sentemos y hablemos un rato? —preguntó ella, señalando las mesas que rodeaban la piscina.
Pedro miró a su alrededor.
—¿No están tus padres?
—Han salido a cenar.
—¿Y te dejan aquí sola?
—No —rió ella—. Charles y Harriet viven ahí —señaló el apartamento que había sobre el garaje—. Charles siempre espera a que vuelvan mis padres para asegurarse de que todo queda bien cerrado.
—¿Qué hace Harriet?
—Cocina y ayuda un poco en la limpieza.
—¿Por eso estás siempre en nuestra casa, aprendiendo a cocinar?
Ella asintió tímidamente.
—Sí. A Harriet no le gusta verme en la cocina. Además, no sabe cocinar comida italiana.
Pedro le acarició los rizos rubios que le caían sobre los hombros.
—¿Y tú quieres aprender a cocinar comida italiana?
—Sí —dijo ella, ruborizándose.
—¿Por qué? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor, buscando algo que decir. De repente, al ver la piscina, se le ocurrió algo.
—¿Te apetece darte un baño?
—Me encantaría —sonrió él—, pero no llevo bañador.
—Eso no es problema. Tenemos de sobra —le cogió de la mano—. Ven —le llevó a la cabaña que había al otro extremo de la piscina—. Yo voy a ponerme el mío y enseguida vuelvo.
Paula estaba temblando tanto que casi no pudo cambiarse.
Pedro estaba allí, e iban a bañarse juntos, a la luz de la luna.
Era lo más romántico que jamás hubiera podido imaginar.
Cuando salió del vestuario, Pedro ya estaba en la piscina, nadando. La luz de la luna se reflejaba en la superficie y bañaba su cuerpo que se deslizaba majestuosamente sobre el agua.
Paula se reunió con él y se puso a nadar hasta que ya no pudo dar una brazada más. Se sujetó al borde y exclamó:
—Me rindo. Si sigo me voy a ahogar.
Pedro se echó a reír.
—Yo no lo permitiría, Paula. Lo sabes —colocó las manos en el borde de la piscina, una a cada lado de Paula.
A ella le latía tan deprisa el corazón que casi le dolía, y no podía recuperar el aliento. Pedro ya no sonreía. La verdad era que Paula nunca le había visto tan serio.
—Eres tan bella, Paula, que me pareces casi irreal. Cuando me miras con esos inocentes ojos azules me desarmas por completo.
Hablaba en voz baja y vacilante, como si le hubieran sacado las palabras a la fuerza.
—Soy real —logró decir ella, suavemente.
—Lo sé muy bien —miró a su alrededor—. Creo que esto no ha sido una buena idea.
—¿Por qué no?
Pedro sacudió la cabeza.
—Venga, vamos a vestirnos.
Pedro estaba a pocos centímetros de distancia, y Paula no pudo resistir la tentación de averiguar cómo sería besarlo.
Se soltó del borde de la piscina y le puso las manos sobre los hombros. Después se inclinó hacia él y lo besó suavemente en los labios.
Paula advirtió su respingo de sorpresa. Su cuerpo flotaba junto al suyo, tocando el pecho desnudo y las piernas. Pedro abrió un poco los labios y le devolvió el beso sin soltarse del borde de la piscina.
Paula se sentía segura rodeada por sus brazos, y se relajó apoyándose en él. Pedro intensificó el beso, separándole los labios con la lengua. Paula creyó estar a punto de desmayarse por la alegría que le proporcionaba el hecho de estar compartiendo algo tan íntimo con él. ¡Cuando él por fin se separó, los dos estaban casi sin aliento. Pedro la sujetó por la cintura y la hizo sentarse en el borde de la piscina.
Después se subió él a pulso y se sentó a su lado. Sin decir otra palabra, la abrazó y volvió a besarla.
Paula estaba deseosa de aprender todo lo que él le pudiera enseñar, y le rodeó el cuello con los brazos, acariciando sus rizos negros con los dedos.
La mano de Pedro se deslizó desde la espalda a su pecho, y Paula no pudo reprimir una exclamación, mezcla de deseo y sorpresa. Inmediatamente, Pedro la soltó.
—¿Qué estoy haciendo? —musitó—. He debido de perder el juicio. Lo siento, Paula.
—Yo no —respondió ella—. Llevo años soñando con besarte.
Al darse cuenta de lo que acababa de confesar, se cubrió la cara con las manos.
—¿Paula?
Ella se negó a mirarlo.
—¿Paula? —repitió él—. ¿Qué estás diciendo? ¿Que quieres salir conmigo, que quieres estar conmigo? ¿Qué?
Lentamente ella se apartó las manos de la cara y lo miró.
—Sólo si tú quieres estar conmigo.
Pedro sacudió la cabeza.
—Llevo años recordándome continuamente que no eres para mí, que no debo mostrar interés por ti, y ahora me dices que…
—¿Quieres decir que no me ves como a una hermana?
Pedro casi se ahogó de risa.
—Para nada.
Se quedaron mirándose en silencio. Después Pedro le acarició la mejilla con la palma de la mano. Paula sintió cómo le temblaban los dedos.
—Oh, Paula, ¿tienes alguna idea del efecto que me causas? —ella negó con la cabeza—. Tengo que irme. Ya —dijo él.
Se levantó y fue al vestuario.
Paula continuó sentada mirando a la puerta tras la que acababa de desaparecer hasta que él reapareció.
—Voy a llamarte para invitarte a salir. Le pediré el coche a mi padre; podemos ir al cine o algo así. A algún sitio donde haya gente y no me sienta tan tentado. Pero tengo que volver a verte, Paula. ¿Me entiendes?
—Me alegro—sonrió ella.
—Debo de estar loco —dijo él, acariciándole el pelo aún mojado.
—Si es así, yo también —dijo ella, esbozando una tímida sonrisa.
Pedro la abrazó y la besó con fuerza antes de separarse de ella.
—Buenas noches —dijo, y se alejó. Paula lo siguió con los ojos hasta que la moto desapareció por el sendero que llevaba a la calle y después subió a su dormitorio para revivir aquellas últimas horas con detalle.
Durante los dos meses y medio que siguieron vio a Pedro todos los días. Ya no le importaba lo que pudieran pensar sus padres. Cuando su padre le dijo que desaprobaba aquella relación, ella le ignoró por primera vez en su vida.
Amaba a Pedro. Le amaba desde hacía años, y podía estar con él siempre que su trabajo se lo permitía. Paula no quiso pensar en el futuro. Quería disfrutar de aquel verano con Pedro y no iba a permitir que nada se lo estropeara.
Fue feliz hasta finales de agosto, cuando su padre le anunció que ya no volvería al instituto a terminar el último año. Iba a mandarla a un internado privado para señoritas en la Costa Este.
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