sábado, 24 de diciembre de 2016
CAPITULO 1
Paula Chaves se abrió paso entre la multitud que abarrotaba los grandes almacenes. El centro comercial no existía cuando Paula dejó Portland seis años atrás. Era la primera vez que volvía a la ciudad donde se había criado, y hasta ese momento la visita estaba resultando ser tan dolorosa como había temido. Los recuerdos del pasado seguían presentes.
Desesperada, Paula había cogido el coche de su hermano y se había ido de compras al Centro Clackamas, un gran centro comercial cerca de la carretera interestatal I-205, donde estaba segura de no encontrar nada que pudiera recordarle otros tiempos más felices e inocentes.
Paula había aprendido mucho de la gente en los seis años que llevaba fuera de casa. Ya nunca volvería a ser tan crédula, tan dispuesta a creer en fantasías.
En el aire se respiraba la sensación de expectativa y alegría ante la Navidad, una época para pasarla con los seres queridos, una época de risas y amor, de calor familiar y de entrega, una época de paz.
Desgraciadamente Paula no había podido encontrar mucha paz. Al menos, no en Portland. Ya tenía otra vida y no quería recuerdos del pasado. Había dejado atrás los infelices momentos que vivió hacía seis años y no quería dejar que influyeran en su futuro.
Paula observó a un niño que se detuvo a exclamar con entusiasmo ante un escaparate navideño. El niño señalaba la decoración llamando a gritos a su madre.
Paula miró a su alrededor, inconscientemente buscando a alguien con quien compartir aquella escena. Sus ojos se detuvieron de repente y permanecieron clavados en la ancha espalda de un hombre que estaba delante del escaparte de una joyería.
Había algo en la forma de sus hombros, en su postura segura y en la manera que tenía de mantener la cabeza alta que le recordó al hombre que tanto había luchado por olvidar. Pedro Alfonso.
No podía ser. Debía de estar imaginando un parecido inexistente. Hacía seis años que no lo veía, y el Pedro que ella recordaba ya no existía.
Probablemente él nunca había sido tan atractivo como ella lo imaginaba en sus recuerdos, en las muchas noches que había permanecido en vela pensando en él.
Paula se acercó un poco, como atraída por aquel hombre aparentemente concentrado en las joyas del escaparate.
Éste giró levemente la cabeza; Paula le vio de perfil y se quedó paralizada. Ya no podía negar lo que le estaban gritando sus sentidos.
Su perfil, propio de una antigua moneda romana, era el que ella recordaba. Unos rizos negros le caían sobre la frente y el hombre, con un gesto impaciente que a ella siempre le hacía llorar, se los echó hacia atrás.
Con pasos vacilantes, Paula se abrió paso entre la multitud.
Se preguntó si debería hablarle, si se acordaría de ella, si no sería mejor dejar los recuerdos y las fantasías tal como estaban. Probablemente hablar con él destrozaría los pocos buenos recuerdos que le quedaban.
¿Pero cómo podía irse, negándose la oportunidad de hablar con él aunque sólo fuera una vez? Sus pies, siguiendo sus propios impulsos, la llevaron hacia él.
—¿Pedro? —vio que se ponía tenso, o al menos eso creyó ella, y después, lentamente, él se volvió para mirarla—. No estaba segura de que fueras tú —dijo ella, esbozando una vacilante sonrisa—. Hola, Pedro.
Los seis años le habían tratado bien. Su apariencia era más madura y no estaba tan delgado como cuando tenía veintidós años. Tenía los brazos y el pecho más anchos.
Su cara parecía más cincelada. Tenía líneas alrededor de la boca y en sus ojos, los hermosos ojos negros que ella adoraba, ya no podía leer lo que él pensaba, como antaño.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Paula…
—Me acuerdo —la interrumpió él—. Pero me ha sorprendido verte.
—Sí. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí.
Su mirada recorrió el cuerpo de Paula y ella se preguntó qué pensaría de ella. La última vez que se vieron ella acababa de cumplir dieciocho años. Demasiado joven para saber cómo reaccionar ante la situación en la que se había visto. Se preguntó si alguna vez sería capaz de olvidar la última vez que le vio. Recordó su enfado, su última mirada al ver que ella se alejaba, de su vida y del futuro que juntos habían planeado inocentemente.
Era evidente que él todavía no la había perdonado. Los expresivos ojos negros estaban en ese momento cerrados, y no reflejaban en absoluto sus pensamientos.
—¿Vives cerca…? —empezó a decir Paula.
Alguien chocó contra ella. Perdió el equilibrio y tropezó con Pedro. Con un movimiento automático, él la rodeó con los brazos para evitar que cayera.
¿Cuántas noches había soñado con estar otra vez entre los brazos de Pedro? ¿O escuchándole murmurar palabras de amor? ¿Cómo podía olvidar su cuerpo o el conocido aroma de su loción, una fragancia que aún le recordaba a él cada vez que estaba cerca de alguien que usaba la misma marca?
Paula le puso las manos en el pecho para separarse.
—Lo siento —murmuró sin aliento—. Me temo que…
—Salgamos de aquí —la interrumpió él.
La cogió del brazo y la llevó fuera de los grandes almacenes y del centro comercial. Se dirigió hacia la pista de patinaje sobre hielo, que en el primer piso estaba rodeada por un círculo de bares, pizzerias, pastelerías y todo tipo de lugares para comer. Se detuvo al llegar a una mesa y le indicó que se sentara.
—¿Qué quieres beber? —preguntó él.
Pedro no había cambiado mucho. Como siempre, era él quien llevaba la batuta. Ni siquiera le había preguntado si deseaba beber algo. Seis años atrás probablemente ni siquiera se habría molestado en preguntar; la conocía tan bien que habría pedido por ella sin equivocarse.
—Un batido de chocolate caliente, por favor —dijo ella, y le miró a los ojos.
Advirtió el breve destello en sus ojos negros al oírle pedir una de sus bebidas favoritas, e inmediatamente la emoción que se reflejó en su rostro desapareció.
—Ahora vuelvo.
Lo vio alejarse hacia el mostrador más cercano.
Una vez que se había quedado más tranquila Paula se dio cuenta de los cambios que se habían operado en él.
La ropa, por ejemplo. Pedro siempre llevaba vaqueros, botas de moto y una cazadora de cuero negra, que era una de las muchas razones por las que su padre se había opuesto a su relación con él. Sonrió al recordar cómo le latía el corazón cada vez que oía el motor de la moto delante de su casa.
Ni siquiera entonces Pedro se había preocupado por lo que la gente pudiera pensar de él, ni siquiera su padre.
Trabajaba en la construcción, y en su guardarropa no había lugar para un atuendo formal.
En ese momento, sin embargo, llevaba pantalones de tela y un suéter encima de la camisa.
Pero no llevaba corbata.
Eso encajaba con el Pedro que ella recordaba. Le vio esperar pacientemente a que le tocara su turno para pedir.
La paciencia no había sido nunca una de sus grandes virtudes, como tampoco la de ella. A pesar de todo, en ese momento estaba esperando que volviera, satisfecha de poder mirarle y reflexionar sobre lo que habría sido su vida en los últimos seis años.
Se preguntó si se habría casado. No llevaba anillo, pero ya en una ocasión le había explicado que en su profesión los anillos eran peligrosos. Quizá nunca se hubiera acostumbrado a llevar uno.
Paula se había convencido hacía mucho tiempo de que no le afectaría enterarse de que Pedro Alfonso se había casado.
¿Cómo podía culparle? De no haber estado tan asustada e insegura de sí misma, quizá habría podido hacer frente a la cólera de su padre.
Sacudiendo la cabeza, se dijo que recordar el pasado era una pérdida de tiempo. Eso ya era un hecho consumado, pero lo que sí sabía era que no deseaba estar con ningún otro hombre. Por un momento Paula recordó la magia de la Navidad, la magia que Pedro Alfonso había llevado a su vida muchos años atrás. Para mucha gente, la infancia de Paula Chaves había sido una infancia maravillosa, en la que no le había faltado dinero ni juguetes. Su hermano, diez años mayor, nunca había tenido mucho tiempo para ella, y su madre estaba siempre controlando a sus amiguitas y amiguitos.
Por eso había sido una niña solitaria que aprendió a divertirse leyendo o jugando sola con sus muñecas. Más tarde aprendió a nadar y a jugar al tenis, deporte que practicaba siempre que encontraba a alguien con quien jugar.
Recordaba perfectamente la primera vez que vio a Pedro.
Sucedió cuando tenía diez años.
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