sábado, 24 de diciembre de 2016
CAPITULO 10
Cuando Pedro fue a recogerla, su madre y su hermano estaban en casa. Paula le hizo pasar al salón.
—Madre, Tomas, supongo que recordáis a Pedro Alfonso.
A Paula le sorprendió que su hermano Tomas se levantara solícito y fuera a estrecharle la mano a Pedro.
—Hola, Pedro. Me alegro de verte. Hacía mucho que no te veía.
—He estado ocupado —dijo Pedro.
—Eso me parecía. Leí en el periódico que os han dado la adjudicación de las propiedades de Crandall.
—Así es.
—Enhorabuena. Tu empresa está creciendo muy rápidamente.
Paula no podía creer lo que estaba oyendo: Tomas hablando con Pedro como si fueran viejos amigos, aunque la actitud de Pedro era mucho más reservada. Y era evidente que Tomas estaba al día sobre la situación de la compañía de Pedro. Desconocía el motivo.
—Hola, Pedro —saludó la madre—. ¿Cómo está tu familia?
—Bien, gracias.
—¿Te apetece un café?
—Ahora no, gracias —dijo él—. Le he prometido a Paula que la llevaría a ver mi último proyecto y después iremos a cenar.
—Sí, ya me lo ha dicho. Sé que está contenta de ver a los viejos amigos después de tanto tiempo.
Pedro miró a Paula de soslayo.
—Yo también me alegro de verla.
Paula recogió su abrigo y salieron. Afuera estaba aparcado el deportivo último modelo de Pedro.
—Un recibimiento muy diferente al que solía darme tu familia —señaló él, después de poner el coche en marcha.
—No creo que ni Tomas ni mi madre sintieran lo mismo que mi padre, Pedro.
—Eso parece.
—Tomas parece muy interesado en tus cosas.
Paula se dio cuenta de que Pedro vaciló durante unos segundos antes de contestar.
—Sí, bueno, en estos últimos años nos hemos visto algunas veces.
—A mí nunca me lo ha dicho.
—No tenía motivo para hacerlo, ¿no crees?
Pedro se dirigió hacia el sur, siguiendo el río Willamette, hacia el lago Oswego, hasta llegar a la entrada de una calle donde había un letrero que decía: «Propiedad particular». Siguieron, por un camino flanqueado de árboles, que se bifurcaba formando un círculo delante de una gran mansión de dos pisos.
—¿Aquí es donde vives?
—Llevaba muchos años abandonada, y pensé que merecía la pena arreglarla —explicó—. Por dentro está prácticamente terminada. Ahora sólo falta dar unos pequeños arreglos a la fachada.
Paula bajó del coche y se dirigió hacia la puerta.
—¡Es preciosa, Pedro!
Era una mansión con grandes ventanas, rodeada de árboles y aislada del mundo exterior.
Pedro abrió la puerta principal, que daba a un amplio recibidor del que salía la escalinata en curva que subía al primer piso.
—Apuesto a que más de un niño se ha deslizado por la barandilla —comentó ella, que casi podía sentir el calor y las risas de los anteriores habitantes de la casa.
—Desde luego es muy tentadora —repuso él. Pedro había realizado un excelente trabajo en la casa, conservando y puliendo los suelos de madera y pintando las paredes en tonos pastel. Un jardín bajaba hasta la orilla del lago.
Rododendros, azaleas y rosales indicaban que la primavera y el verano llegarían acompañados de vivos colores.
—Oh, Pedro—exclamó ella, hechizada.
—¿Te gusta?
—Me encanta. Nunca he visto una casa tan bonita y acogedora.
Pedro la cogió de la mano y la llevó a la cocina, que había sido modernizada, y después volvieron al pasillo.
—Te enseñaré el piso de arriba.
Había cuatro dormitorios, de los cuales el principal contaba con un cuarto de baño propio. La decoración era muy masculina, y Paula no pudo evitar que su mirada se detuviera en la inmensa cama que dominaba la habitación.
Se preguntó cuántas mujeres la habrían compartido con él.
No quería saberlo. Ya no era asunto suyo. Había sido ella quien le había dejado.
—Es increíble, Pedro. Has hecho un trabajo excepcional. ¿Piensas ponerla a la venta cuando termines de arreglarla?
—Todavía no sé lo que haré.
—Ya veo.
Paula deseó que así fuera. Pedro no había mencionado a ninguna otra mujer, y sin embargo era demasiado atractivo para no tener a nadie. La tarde que había estado en su casa, escuchó atentamente la conversación, buscando alguna palabra o nombre que le diera una pista sobre su vida personal.
Se dijo que si fuera más valiente se lo preguntaría directamente, pero sabía que no era asunto suyo, y no estaba muy segura de poder soportar la respuesta.
—¿Nos vamos? He reservado una mesa en un restaurante cerca del río.
Ella asintió y se dirigió hacia la puerta.
—¿Paula?
Se volvió. Pedro continuaba en medio de la habitación.
—¿Sí?
—¿Crees que debo reservarme esta casa para mí?
—Realmente no lo sé —dijo ella, encogiéndose de hombros y fingiendo indiferencia—. Me parece muy grande para una sola persona.
—No tengo la intención de vivir aquí solo.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta.
—Entonces se lo tendrás que preguntar a la mujer con quien piensas compartirla.
Pedro se situó a su lado y la miró con intensidad.
—Te lo estoy preguntando a ti.
Antes de que pudiera decir nada, la abrazó y la besó, lenta y apasionadamente, con una caricia embriagadora que la hizo recordar el pasado, aquella inolvidable noche que habían pasado juntos.
Paula le rodeó el cuello con los brazos. Aún no había olvidado lo que era sentir el cuerpo de Pedro pegado al suyo. Ese beso, le estaba demostrando que la actitud que había tenido con ella hasta entonces no había sido más que una máscara. Todavía le importaba.
Cuando finalmente sus bocas se separaron, los ojos de Pedro brillaban apasionados.
—Vámonos de aquí —musitó—, o no seré capaz de dejar que te vayas.
Sin mirarla, Paula era consciente de la cama que les estaba esperando, incitante. Se dijo que sería muy fácil decirle lo mucho que deseaba hacer el amor con él, después de tanto tiempo.
Fueron al coche en silencio. Cuando Pedro se sentó al volante, Paula le miró y sonrió.
—Llevas más carmín en los labios que yo —dijo, ofreciéndole un pañuelo.
Pedro se miró en el espejo retrovisor, aceptó el pañuelo y se quitó el color de la boca.
—Lo siento. No quería hacerlo —dijo sin mirarla. Le devolvió el pañuelo y puso el coche en marcha.
Paula decidió ser sincera con él.
—Yo no. He querido besarte así desde que te vi el otro día en el centro comercial.
Pedro la miró sorprendido, y después una lenta sonrisa se dibujó en sus labios.
—¿En serio?
—En serio.
Pedro soltó una carcajada.
—Y yo he estado conteniéndome contigo continuamente.
—¿Por qué?
—No quería asustarte.
—Pedro, nada de lo que hagas puede asustarme.
Pedro reflexionó sobre aquellas palabras en silencio. Después dijo:
—Tenemos que hablar.
—Sí.
—Pero esta noche no. Quiero que pasemos una velada tranquila, que tengamos la oportunidad de volver a conocernos —hizo una pausa para elegir bien las palabras—. Mañana es Nochebuena —Paula sabía que los dos recordaban el significado de aquel día, pero no pudo encontrar palabras para expresar lo que estaba sintiendo—. Paula, ¿quieres salir conmigo mañana? Podemos ir a cenar con mis padres, y a la iglesia… —hizo una pausa.
—Me encantaría.
—¿Te gustaría volver a mi casa después, conmigo? —por un momento Paula creyó que se le iba a salir el corazón del pecho—. Tenemos que hablar. Tenemos mucho que decirnos, pero prefiero esperar a que tengamos bastante tiempo e intimidad.
—Sí, Pedro—dijo ella—. Estaré contigo todo el tiempo que quieras.
Pedro, sin mirarla, le acarició suavemente la mejilla.
—Gracias.
La joven se preguntó cómo podía darle las gracias por haber accedido a algo que estaba deseando desesperadamente.
Ella era la que le había dejado plantado.
Cuando llegaron al restaurante, enseguida los llevaron a su mesa. A Paula le sorprendió la decoración y la intimidad de que gozaban todas las mesas. Su mesa estaba junto a un ventanal desde el que se divisaba el río y un puente cercano.
Una vela en un candelabro de cristal creaba el efecto de un halo que les envolvía a ambos.
Después de pedir, Pedro cogió sus manos entre las suyas y la miró intensamente a los ojos.
—Háblame de ti, Paula. Del colegio, de tus amigos, de tus aficiones. Ayúdame a conocer mejor a la mujer en que se ha convertido la joven que conocí
Paula fue narrándole su vida, y él a veces la interrumpía, haciéndole preguntas que ella respondía con facilidad. Su vida no tenía secretos; era casi aburrida.
Cuando llegó al final, ya estaban tomando café.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Cuándo vas a hablarme de ti?
—Lo haré. Mañana por la noche, te lo prometo —desvió la mirada durante un momento y Paula admiró la perfección de su perfil. Sus ojos negros volvieron a encontrarse con los azules de ella—. Ya es tarde y los dos necesitamos descansar. Pasaré a recogerte mañana para ir a cenar con mis padres.
Ella asintió. Sus planes para el día siguiente eran muy similares a los de aquel mismo día seis años atrás, pero en esa ocasión no estaba su padre para poder cambiarlos. En esa ocasión Pedro no le estaba sugiriendo que se casaran y ella tampoco era aquella niña ingenua con los ojos llenos de estrellas.
Paula sabía que Pedro la deseaba. Ella también. Se dijo que si eso era todo lo que podía tener, tendría que ser suficiente para ella. Después de todo estaban en Navidad y durante esa época mágica podía suceder cualquier cosa.
Cuando Pedro la acompañó hasta la puerta de la casa, rehusó la invitación a pasar.
—Para mañana han anunciado nieve. Espero que se equivoquen. Va a viajar mucha gente.
—Conduce con cuidado —dijo ella, poniéndose de puntillas para besarle suavemente en los labios—. Cuídate por mí.
—Siempre —repuso él, riendo—. Hasta mañana.
Paula entró en el vestíbulo y su hermano Tomas salió a recibirla a la puerta del salón.
—Me había parecido oírte.
—¿Dónde está mamá?
—Se ha acostado; estaba cansada. ¿Te apetece una copa de jerez antes de acostarte?
—Sí, ¿por qué no? Un jerez me sentará bien —siguió a su hermano al salón y fue a la chimenea—. Al lado de la chimenea se está muy bien —comentó—. He oído que va a nevar.
—Sí —Tomas le ofreció una copa y ella se sentó en una silla cerca del fuego—. ¿Qué tal ha estado la cena?
—Bien.
—¿Vas a pasar la Nochebuena con él?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada en particular. Desde que te fuiste de Portland no has vuelto a hablar de Pedro. No estaba seguro de que quisieras verlo.
—Nos encontramos por casualidad.
—Yo no creo en las casualidades.
—¿Qué quieres decir? Era imposible que supiéramos que los dos íbamos a estar comprando en el centro comercial ese día.
—Pero tarde o temprano le habrías visto —Tomas bebió un trago de su copa—. Ya sé que piensas que papá fue muy duro con Pedro hace seis años.
—Duro no es la palabra. Fue brutal, y tú lo sabes.
—Estaba preocupado por ti.
—No tenía motivos para estarlo.
—Papá te quería mucho, Paula. Quería lo mejor para ti.
—Pero él creía que era el único que sabía qué era lo mejor.
Tomas sacudió la cabeza.
—Casarse en aquel entonces no era una idea muy sensata, ¿no crees?
Paula dirigió la mirada a las llamas que bailaban en la chimenea.
—Le quería. Era la única manera de estar juntos. Además, yo pensaba seguir estudiando.
—A menos que te quedaras embarazada. Siempre existía esa posibilidad.
—¿Qué más da ahora? —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—¿Sigues enamorada de él?
Paula lo miró, sorprendida. Su hermano jamás le había hecho preguntas tan personales como ésa.
—Claro que estoy enamorada de él. Siempre lo he estado y siempre lo estaré. Pero eso ya no importa.
—¿Y qué es lo que importa?
—Pues que Pedro ya no tiene sitio para mí en su vida. Ni siquiera desea hablar de lo que pasó, como si para él ya no significara nada.
—Paula, tienes razón. No puedes seguir viviendo en el pasado, ni dejar que las heridas de entonces te sigan obsesionando. Lo pasado, pasado está. No puedes cambiarlo.
—Lo sé. La verdad es que creía haberlo olvidado todo hasta que volví a verle. Perdí muchas cosas.
—No creo que «perder» sea la palabra adecuada. «Posponer», quizá, describiría mejor la situación. Todavía sois muy jóvenes. Os quedan muchos años para ser felices juntos, sobre todo ahora que él tiene una buena posición económica y tú has terminado tus estudios.
—Sólo falta un pequeño detalle.
—¿Cuál?
—Que Pedro no ha mencionado en ningún momento nada de un futuro en común.
—¿No te ha sugerido que te vengas a vivir a Portland?
—Ni una sola vez.
—Muy interesante —musitó Tomas.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Se podría hacer un interesante estudio sobre su personalidad —Tomas apuró la copa y se levantó, sin dar más explicaciones—. Entonces mañana no cenarás en casa, ¿verdad?
—No —dijo ella—, y no creo que vuelva hasta bastante tarde.
No podía mirarle a los ojos. ¿Cómo podría decirle a Tomas que si Pedro le sugería que pasaran la noche juntos ella aceptaría sin pensárselo dos veces? Dejó la copa en la mesa y se levantó.
—Hasta mañana, Tomas. Buenas noches.
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