sábado, 24 de diciembre de 2016
CAPITULO 7
—Mamá, adivina a quién me encontré ayer comprando —dijo Pedro, después de besar a su madre cuando ésta le abrió la puerta.
—¡Paula! ¡Qué sorpresa! Entra, entra, hace mucho frío.
Serena Alfonso les hizo pasar a una habitación donde las llamas de la chimenea calentaban el ambiente y le daban un aspecto muy hogareño y acogedor.
—Hola, señora Alfonso. Espero que no le importe que haya venido.
—Qué tontería. Claro que no me importa. Tú eres parte de la familia desde hace años. Además, ya me conoces. Siempre preparo comida para alimentar a una docena más —dio media vuelta y salió con pasos apresurados de la sala—. Papá, no te puedes imaginar quién ha venido con Pedro.
De pie, Paula y Pedro escucharon voces en la habitación contigua.
—¿Qué te había dicho? —preguntó Pedro, con una sonrisa.
Paula miró a su alrededor. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Todo le resultaba tan familiar y querido: el nacimiento en la repisa de la chimenea, el abeto alegremente decorado, los adornos navideños…
Pero también vio algunos indicios del cambio producido: cortinas nuevas, un sofá y sillas nuevas.
Por primera vez desde que llegó a Portland, Paula tuvo la sensación de que por fin había vuelto a casa.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, preocupado.
—Nada —respondió ella, sacudiendo la cabeza—. Sólo que me alegro mucho de estar aquí. Creía que nunca iba a volver a ver esta casa.
Pedro le tendió la mano.
—Vamos a buscar a los demás. Se me ha olvidado preguntar si van a venir Pablo y Ángela.
La familia aceptó a Paula como si nunca se hubiera ido.
Los cambios se notaban más en la mesa de la cena. Sólo los dos hijos más jóvenes vivían en la casa familiar, y habían cambiado tanto que casi no podía reconocerlos. El hermano de Pedro, de catorce años, se parecía al muchacho del que ella se había enamorado cuando tenía diez.
—He llamado a Ángela y le he dicho que estabas aquí —le dijo Serena en un momento de la cena—. Me ha dicho que Pablo está trabajando hasta tarde, pero que intentarán venir a tiempo para tomar el postre y el café contigo —le dio unas palmaditas en la mano—. Ángela está impaciente por verte. Tiene que contarte un montón de cosas.
Paula echaba de menos a Ángela. No había encontrado otra persona con quien mantener una relación de amistad tan estrecha y fuerte como con Ángela. ¡Cuánto había perdido al irse a estudiar al Este!
—Cuéntanos qué has estado haciendo, Paula—continuó Serena, después de asegurarse de que todos estaban servidos.
Paula miró a su alrededor y vio que toda la familia estaba esperando su respuesta.
—Principalmente estudiar. He estado haciendo prácticas enseñando a niños que tienen problemas de aprendizaje.
—¿Dónde piensas trabajar cuando termines tus estudios? —preguntó Serena.
Paula sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—Estoy segura de que podrías encontrar algo en Portland si quisieras vivir aquí —continuó Serena.
La mirada de Paula se encontró con la de Pedro, que la estaba mirando intensamente, esperando su respuesta.
—Eso es verdad —dijo, suavemente, planteándose qué ocurriría si volviera a Portland.
Un par de días atrás Paula ni siquiera hubiera considerado esa posibilidad. Pero una vez que había vuelto a ver a Pedro, a su mente estaban acudiendo ideas que antes habría creído insólitas.
—Seguro que te tienes que sentir muy orgullosa de Pedro —continuó Serena—. ¿No te parece que le ha ido muy bien?
Paula miró a Pedro, que estaba sentado a su lado. Su aspecto era relajado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—¿No te lo ha dicho? —el rostro de Serena estaba resplandeciente—. Ahora tiene su propia empresa.
Paula se volvió para mirar a Pedro.
—¿Tu propia empresa? No entiendo.
Pedro se encogió de hombros.
—Estuve yendo a clases nocturnas, aprendiendo la parte técnica de la construcción. Empecé remodelando casas hasta que ahorré un pequeño capital para comprar una. Después sólo fue cuestión de vender las casas viejas remodeladas y comprar otras. También he hecho algo de construcción.
—Oh, Pedro. Es maravilloso.
—Dudo que a tu padre le hubiera impresionado.
Las palabras de Pedro resonaron en el comedor como un eco interminable. Su padre. Sí, la influencia de su padre seguía presente en sus vidas. ¡Qué distintas habrían sido las cosas sin su interferencia!
—¡Paula! ¡Es verdad, estás aquí!
Paula levantó la cabeza y vio a Ángela que corría hacia ella.
—Cuando mamá me lo dijo no podía creerlo —abrazó a Paula y después giró la cabeza—. Pablo, ven a conocer a Paula.
Un hombre alto y rubio había entrado detrás de Ángela y contemplaba la escena con una sonrisa en los labios.
—Hola, Paula —dijo con una inclinación de cabeza—. Me alegro de conocerte por fin.
Serena señaló dos sillas vacías.
—Sentaos, sentaos. Llegáis a tiempo para un poco de tarta y de helado.
—Oh, no, mamá, no puedo. Tengo que vigilar lo que como.
Paula miró a su amiga, tan delgada como siempre, sin comprender.
—No te habrás puesto a régimen, Angie, ¿verdad? —dijo su madre, preocupada.
—No, no —rió Ángela—. Pero todavía sigo teniendo náuseas por la mañana, y he descubierto que me encuentro mejor cuando ceno poco por la noche.
Paula miró al resto de la familia.
—¿Todo el mundo lo sabe menos yo?
Todos estallaron en carcajadas.
—Angie insistió en que quería ser ella quien te lo dijera. Creo que no lo hemos hecho del todo mal, me refiero a lo de ocultar el secreto —explicó Serena.
—Oh, Angie, me alegro mucho.
Retazos de conversaciones pasadas acudieron a su memoria. Las dos querían tener muchos hijos, y en ese momento todo daba la impresión de que Angie estaba en camino de realizar sus sueños. Paula sintió una punzada de envidia. Miró a Pedro y se encontró con sus ojos negros y penetrantes clavados intensamente en ella. Bajó los ojos, incapaz de mirarlo.
Hacía tiempo ellos dos también habían hablado de la familia que tendrían algún día, pero eso sucedió en otra vida, antes de que ella decidiera dedicarse a cuidar a los hijos de otras personas.
—Vas a ser abuela, ¿no? —dijo a Serena.
—Sí —rió la mujer—. Y estoy impaciente…
Nadie mencionó que Pedro, por ser el mayor, debería haber sido quien le diera el primer nieto a su madre. Paula se miró las manos, que se retorcía nerviosamente sobre el regazo.
Pedro le tocó levemente las manos con la suya, como para tranquilizarla, y ella alzó los ojos, sorprendida. Lo que vio en su rostro decía claramente que él también recordaba sus planes.
La conversación continuó con anécdotas divertidas sobre los primeros pasos de Ángela y Paula en la cocina. Después de recoger la mesa, pasaron al salón, donde Paula se sentó en medio de Pedro y su hermano menor.
Pedro le pasó el brazo por los hombros, con naturalidad. Ella sonrió. Pedro parecía reclamar, en silencio, sus derechos sobre ella. ¿Cómo había podido permanecer lejos de él durante tanto tiempo sin ni siquiera intentar averiguar si podía salvarse algo de lo que había habido entre ellos?
—¿Estás lista para irnos? —preguntó Pedro más tarde, después de que Ángela mencionara que tenía que volver a casa a descansar.
—Nunca estoy lista para irme de esta casa —sonrió ella. Se levantó y abrazó a Serena—. Pero tengo que volver a casa. Ha sido maravilloso veros a todos de nuevo. Muchas gracias por la cena.
—Vuelve cuando quieras —le dijo Serena, abrazándola—. ¿Qué vas a hacer el día de Navidad, Paula?
—La verdad es que aún no hemos hablado del tema. Mi hermano está muy ocupado con su trabajo, y apenas está en casa, y mi madre tampoco. Sigue trabajando con varias organizaciones benéficas, y no ha dicho nada sobre nuestros planes.
—Bueno, si quieres puedes venirte con nosotros. El día de Nochebuena cenaremos aquí y después iremos todos a la misa del gallo —explicó Serena. Miró a su hijo mayor—. Tú pensabas venir, ¿verdad, Pedro?
—Claro, mamá. Siempre paso la Navidad contigo, ¿no? —dijo él, abrazándola.
Una de las cosas que Paula siempre había admirado de la familia Alfonso era la facilidad con que expresaban su afecto.
Ella nunca había visto a su padre, ni siquiera a su hermano, abrazar a su madre. Y no recordaba la última vez que su hermano o su madre le habían dado un beso. Pedro condujo en silencio hasta la casa de los padres de Paula, situada en las colinas al oeste de la ciudad desde la que se divisaba todo Portland.
—Ya no vives con tus padres —dijo ella, rompiendo el silencio.
Pedro la miró durante un segundo y enseguida volvió a mirar a la carretera.
—No. Vivo en una de las casas que estoy remodelando.
—¿Podría verla? —preguntó ella.
—¿Ahora?
Paula sintió que se le disparaba el corazón. Se preguntó qué pensaría Pedro que había querido decir. Ni ella misma estaba segura. Quizá tan sólo llenar el silencio y la tensión que apareció entre ellos tan pronto como se encontraron solos.
—No creo que sea una buena idea —dijo ella, consciente de que estaba admitiendo mucho más de lo que hubiera deseado.
Pedro no contestó; continuó conduciendo hasta la casa de los Chaves. Al llegar, en lugar de aparcar delante de la puerta principal, Pedro continuó hasta la puerta de atrás.
Apagó los faros y el motor.
—Si de verdad quieres ver mi casa, te puedo llevar mañana, después del trabajo.
—Me gustaría mucho —dijo ella, sin poder ver la expresión de su rostro debido a la oscuridad reinante en el jardín.
Pedro miró el garaje, la piscina, la casa.
—Esto me parece conocido, ¿verdad? Traerte a casa así, pensando en no despertar a tus padres.
—Tienes que admitir —dijo ella, sonriendo—, que este coche es bastante más silencioso que la vieja camioneta o que la moto.
—Cierto. Dudo que nos haya oído llegar nadie.
Se quedaron mirando en silencio. Pedro le puso una mano en la mejilla y le acarició el labio con el pulgar.
—Te he echado de menos —dijo por fin.
—Yo también. Pero pensaba que no querías volver a verme.
Pedro le acarició el lóbulo de la oreja y bajó la mano por su garganta.
—¿Por qué pensabas eso?
—Por lo que pasó. Porque no volví a saber de ti.
Él le alzó la barbilla, y Paula no tuvo más remedio que mirarlo a la cara. A menos que cerrara los ojos. Era una idea tentadora: cerrar los ojos y besarle. Pero tenía que saber por qué él no se había puesto en contacto con ella. Paula le había pedido a Ángela que le dijera a Pedro que le escribiera, pero no había obtenido respuesta de ninguno de los dos.
Pedro la besó levemente en la sien.
—No podía ponerme en contacto contigo. Era parte del trato.
—¿Qué trato? —Paula no comprendía a qué se refería.
—El que hice con tu padre.
—No sé de qué estás hablando.
—No me extraña.
—¿Te dijo que me dejaras en paz?
—¿Qué esperabas de él? Nunca me aceptó y me dejó muy claro que no aprobaba nuestra relación, sobre todo la última vez que te vi.
Paula enrojeció de vergüenza, sin poder disimularlo.
¿Cuántos años llevaba ella intentando olvidar aquella última vez con Pedro?
—Estaba muy asustada.
—Lo sé. E incluso entendí tu reacción. Pero me dolió.
Paula le puso una mano en el brazo.
—Yo no quería hacerte daño, Pedro. Por favor, créeme.
—Lo sé. Y eso lo comprendí entonces también. Eras muy joven y te encontraste ante una decisión que no estabas preparada para tomar.
—Tienes razón.
Paula quería que la besara, que la abrazara y le dijera que sus sentimientos por ella no habían cambiado. Pensó que si Pedro le pedía que se quedara en Portland, lo haría sin dudarlo un minuto.
Pedro se inclinó hacia ella y depositó un suave beso sobre sus labios.
—Será mejor que entres. Es tarde. ¿Quieres que venga a buscarte pronto para que veas mi casa antes de que oscurezca? —preguntó él—. Después podemos cenar juntos.
Paula sonrió.
—Estaré preparada cuando tú digas.
Pedro bajó del coche y le abrió la puerta.
—Quiero que sepas que te agradezco mucho que me hayas llevado a ver a tu familia —dijo ella, bajando del automóvil—. Estar con ellos me ha hecho recordar un pasado feliz.
—Sí, yo casi me había olvidado de lo mucho que os tomábamos el pelo a Ángela y a ti.
Llegaron al porche y se detuvieron.
—Duerme bien —dijo él, abriéndole la puerta para que entrara—. Hasta mañana.
—Tú también —dijo ella, y se metió en el interior de la casa.
Paula subió lentamente las escaleras que llevaban al primer piso, a su dormitorio, recordando con toda claridad las últimas navidades que había pasado en Portland.
Después de lavarse y cambiarse de ropa, se tendió en la cama y se cubrió con las mantas.
Pedro se comportaba con ella de forma totalmente natural, como si se sintiera cómodo, como si su presencia no le afectara en lo más mínimo. ¿Era ella la única que sentía la tensión que parecía aprisionarla cuando estaba cerca de él?
¿Qué había sido del joven que ella había conocido, del que se había enamorado locamente? ¿Seguía existiendo bajo el aspecto tranquilo y sereno del hombre que había reaparecido por fin en su vida?
Los recuerdos del pasado se apoderaron por completo del presente.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario