sábado, 24 de diciembre de 2016

CAPITULO 2




Era verano y se había pasado toda la mañana en la casa. 


Estaba enfadada con sus padres porque no la habían dejado ir al campamento de verano. O más exactamente, su padre. 


Su madre, como siempre, habría acatado la decisión de Enrique Chaves, aunque entendía el deseo de su hija de ir.


Enrique Chaves había aprendido muy pronto que su único punto vulnerable era su familia, y les protegía celosamente.


Era consciente de que había pisoteado a mucha gente para llegar a la cima, de que tenía muchos enemigos. Eso no le importaba, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a que su familia pagara por algunas de las decisiones que él había tomado. En consecuencia, Paula disfrutaba de muy poca libertad.


Aquel día se rebeló contra las órdenes de su padre y salió de la casa dando un portazo para buscar una forma de aplacar la ira y la frustración que la invadían.


Pero en lugar de eso se enamoró.


El joven Pedro, de catorce años, estaba cortando el césped en el jardín que se extendía detrás de la casa. Dos hombres mayores estaban recortando los setos que rodeaban el área de la piscina, pero ella ni siquiera advirtió su presencia.


Pedro llevaba unos pantalones vaqueros cortos que dejaban ver la mayor parte de su cuerpo bronceado y una cinta en la cabeza para evitar que el pelo y el sudor le cayeran a la cara. Estaba tan concentrado en lo que hacía que era totalmente ajeno a cuanto le rodeaba.


A Paula le pareció un maravilloso Adonis. Mirándole perdió la noción del tiempo hasta que el calor del mediodía le sugirió una buena ocurrencia: llevar agua a los jardineros.


Paula corrió a la cocina, llenó una jarra de agua con hielo, puso unas galletas recién hechas en un plato y se apresuró a salir al jardín.


—Eh, seguro que tienes sed —le dijo ella—. Te he traído agua y unas galletas.


Pedro, que acababa de apagar la máquina cortadora y estaba de espaldas a ella, se volvió y al verla allí con la bandeja en la mano, sonrió.


—Gracias —dijo él.


Paula le vio quitarse la cinta y enjugarse el sudor de la frente antes de volver a atársela y dirigirse a una de las mesas que había junto a la piscina, donde ella había dejado la bandeja.


—¿Cómo te llamas? —preguntó él sonriendo mientras se disponía a beber.


—Paula.


—Gracias por el agua, Paula. Ha sido un detalle muy bonito —Pedro miró la casa—. ¿Vives aquí?


Ella asintió.


—Bonita casa —dijo él, estudiando las líneas de la casa.


—¿Crees que esos hombres querrán beber algo? —preguntó ella, señalando con la cabeza a los dos hombres que estaban trabajando en el otro extremo de la piscina.


—Seguro que sí. Eh, tío Pietro, abuelo, ¿queréis un poco de agua?


—Nosotros ya tenemos, Pedro, y lo sabes —respondió el hombre más joven—. No molestes a la niña.


Paula se ruborizó. Pedro miró a su alrededor y sonrió.


—Es verdad, pero seguro que el hielo hace rato que se ha derretido. Y lo que sí que no hemos traído son galletas.


Sus ojos negros brillaban con picardía, como si ella hubiera entendido la broma.


—¿Cuántos años tienes, Paula? —preguntó él, después de comerse un par de galletas.


—Diez.


—Ésa es una buena edad.


—¿Cuántos años tienes tú?


—Catorce.


—¡Qué ganas tengo de tener catorce!


—¿Por qué?


—Porque a lo mejor entonces mi padre me dejará hacer más cosas. No me deja ir a ningún sitio.


Pedro sonrió.


—A lo mejor sólo quiere protegerte.


—¿De qué?


—Del mundo, Paula. De la vida. Eres una niña muy bonita, Paula. Si fueras mía, yo también querría protegerte.


La sonrisa del muchacho la hizo contener la respiración. 


¿Pensaba que era bonita? ¿También él querría protegerla?


Sonrió, incapaz de decir nada.


—Sigue trabajando, Pedro. No tenemos todo el día —gritó uno de los hombres.


—Tengo que trabajar —dijo Pedro—. Gracias otra vez, Paula.


Paula contempló cómo se alejaba, pensando que nunca había conocido a nadie como él. Le encontraba fascinante.


Y desde entonces nada le había hecho cambiar de opinión.


—Aquí tienes.


Sobresaltada, Paula alzó la cabeza y vio a Pedro sentarse frente a ella con dos tazas humeantes en las manos.


—Me alegro de volver a verte, Pedro —dijo ella, con un tono de voz vacilante.


Pedro permaneció durante unos momentos en silencio, estudiándola. Por fin habló.


—Seis años es mucho tiempo, ¿verdad?


—Sí.


—Tú estás muy cambiada. No te pareces a la niña que vi crecer. Y nunca pensé que podrías llegar a ser todavía más hermosa de lo que eras cuando cumpliste dieciocho años. Me equivoqué.


Hablaba sinceramente, como constatando el hecho, igual que si estuviera hablando del tiempo o de las condiciones para esquiar en Monte Hood. Le estaba dejando claro, a pesar del pasado, que ella ya no ejercía ningún efecto sobre él.


—¿Cómo te ha ido, Pedro?


—Tu pregunta llega un poco tarde, ¿no crees? —preguntó él, después de beber un sorbo de su taza.


—Supongo que sí. No tengo disculpas para mi comportamiento. Me porté muy mal contigo.


—Eras muy joven. Toda tu vida estuviste muy protegida y tu reacción era de esperar.


—Puede, pero me doy cuenta de que todavía no me has perdonado por haberme ido.


—No era una cuestión de perdón. Tú elegiste, eso es todo.




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