sábado, 24 de diciembre de 2016
CAPITULO 8
Después de estar casi cuatro meses lejos de casa, Paula odiaba el internado. Echaba de menos a Ángela, a sus amigos del instituto, pero sobre todo echaba de menos a Pedro. Después de verle todos los días durante el verano, su repentina separación le resultaba insoportable. Su padre no le permitió ir a casa durante el puente de Acción de Gracias, con la excusa de que debía conocer mejor a sus compañeras antes de volver a casa para Navidad.
Escribió a Pedro casi todos los días, y él contestó algunas de las cartas, aunque había reconocido que mantener correspondencia no se le daba especialmente bien. Claro que eso no significaba que no estuviera contando los días que faltaban para la vuelta de Paula.
En septiembre, cuando su padre tomó la decisión de enviarla a un internado al otro extremo del país, Paula había llorado y suplicado sin éxito. Nunca había deseado tanto quedarse en Portland como entonces, pero Enrique Chaves había dejado muy claro que quería que su hija recibiera una educación apropiada y conociera a la gente que le convenía para su futuro. La rebelión estival había terminado.
Ni siquiera le había dado oportunidad de despedirse de Pedro, y la joven había tenido que mandarle un mensaje a través de Ángela.
En los últimos meses Paula había aprendido a no ser tan abierta ni confiada. Siempre había creído que sus padres la respetaban, a ella y sus opiniones y creencias, pero estaba equivocada, y era un error que no volvería a cometer.
Paula no les dijo a sus padres que iba a ir a casa de los Alfonso. Todas sus cartas iban llenas de nombres de supuestas nuevas amistades y actividades. Sus padres pensaban que su hija se había olvidado de sus antiguos amigos por completo.
Cuando llegó a Portland, los Chaves estaban convencidos de que Paula no tenía ningún interés por volver. Había dejado muy claro lo aburrida y provinciana que le resultaba la ciudad, y las ganas que tenía de volver a la Costa Este.
En consecuencia, disfrutó de mucha libertad de movimientos para entrar y salir como le apeteciera. Pasó todo el tiempo que pudo en casa de los Alfonso.
A Pedro no le gustaba no poder acompañarla a casa por las noches. A Paula le costó convencerle de que lo que estaba haciendo era la única manera de verle sin que sus padres se interpusieran.
—¿No te das cuenta, Pedro? ¡Es la única manera de verte!
—No me vengas con esas. No vivimos en la Edad de Piedra. Paula, tienes dieciocho años. Tu padre no puede disponer de tu vida.
—Pero lo hace —dijo ella—. Cree que estoy estudiando.
—¿Y qué?
—Pues que mientras él me mantenga, tengo que obedecerle.
—Entonces deja que sea yo quien te mantenga.
Estaban en el coche de Pedro, en una zona aislada cerca del río Columbia, y Paula le miró a la cara, sorprendida.
—¿Qué quieres decir?
—Cásate conmigo, Paula. Yo te cuidaré. Puedes estudiar en Portland. Si quieres puedes ir a la universidad, a la Portland State. Por favor, no vuelvas al Este.
—Oh, Pedro —susurró ella—. ¿Lo dices en serio?
Pedro la abrazó.
—Claro que lo digo en serio. Puedo mantenerte. Te quiero y quiero casarme contigo. La idea de estar lejos de ti me es insoportable.
El beso que le dio dejaba claro que la deseaba como un hombre desea a una mujer. Paula se rindió a sus caricias, temblando entre sus brazos.
Cuando se separaron, ambos tenían dificultades para recuperar el aliento.
—Sabes que nunca me lo permitirían —dijo ella, refiriéndose a sus padres.
—No podrán impedirlo.
—¿Qué quieres decir?
—Podríamos ir a Washington y casarnos allí. Tus padres no tienen por qué enterarse hasta que ya esté hecho.
—¿Hablas en serio?
El beso que Pedro le dio borró todo rastro de duda.
—Nunca he querido nada con tanta intensidad.
—Pero, ¿qué harán cuando se enteren?
—¿Qué pueden hacer? Tendrán que aceptar el hecho de que estamos casados —le apartó un rizo rubio de la cara—. Es la única forma que conozco de evitar que te vuelvan a mandar al Este después de las vacaciones.
La idea de casarse con Pedro Alfonso la emocionó. Estar casada con él, vivir con él, dormir con él, ser la madre de sus hijos, era más de lo que nunca había imaginado.
—Está bien —aceptó ella con voz trémula.
En esa ocasión fue Pedro el que casi no se lo creía.
—¿Lo dices en serio, Paula?
Ella asintió con la cabeza y se abrazó a él.
—Nunca te arrepentirás, Paula, te lo prometo. Te juro que te haré feliz.
—No tienes que hacer nada para hacerme feliz —dijo ella, riendo de felicidad—. Sólo necesito estar contigo.
Pedro le acarició la mejilla.
—Te quiero mucho, Paula. No tengo palabras para decirte cuánto.
—Yo también te quiero.
Pedro sacudió la cabeza, pensativo.
—Pero eres muy joven. Quizá deberíamos esperar un poco. Hasta que te gradúes.
—¿Quieres que pasemos cinco meses separados? —preguntó ella, mirándole a los ojos.
—No.
—Entonces, ¿qué tenemos que hacer?
Pedro permaneció en silencio un par de minutos.
—Mañana es Nochebuena. Cenaremos todos en casa y después iremos a la iglesia. ¿Podrás venir?
—Creo que sí. Mis padres tienen invitados, y yo les he dicho que quería ir a la iglesia. No se darán cuenta de que me he ido antes.
—Si puedes salir de casa pronto, digamos a las doce, podemos ir a Vancouver, sacar la licencia de matrimonio y buscar un juez para que nos case. Después podemos pasar la velada con mis padres y cuando nos vayamos, en vez de llevarte a tu casa, iremos a un hotel. El día de Navidad por la mañana iremos a tu casa y se lo diremos a tus padres.
—¿Cuándo se lo dirás a los tuyos?
—Después de que lo sepa tu familia. Volveremos a casa y pasaremos el día con ellos.
—A tu familia le va a doler que lo hagamos así.
—Lo sé —repuso Pedro, pensativo—. Y tú no tendrás la clase de boda que Angie y tú siempre habéis querido.
—No me importa —dijo ella, delineando el perfil de su mandíbula con el dedo—. No puedo estar separada de ti, Pedro.
—Pues es la única manera que se me ocurre para que te quedes aquí.
Se abrazaron, y en los fuertes latidos del corazón de Pedro, Paula sintió lo mucho que la quería.
Pedro había tenido cuidado con ella desde el primer momento, controlando sus emociones, y ella era consciente de ello. Sin embargo, al día siguiente estarían casados y no tendrían por qué esperar más.
Al día siguiente, la madre de Paula, al verla salir de casa, le advirtió que condujera con cuidado. Paula le respondió que no iba a ir lejos, que aún tenía que comprar algunos regalos y que no sabía cuándo regresaría.
Se reunió con Pedro a las doce del mediodía. A la una estaban en el registro civil de Vancouver y para las dos de la tarde ya estaban casados. A las dos y media estaban de nuevo en Portland, y Paula apenas podía creerlo. Estaba casada con Pedro Alfonso, y el anillo que llevaba en el dedo así lo demostraba.
—Es precioso, Pedro —dijo ella, acariciando el anillo de oro.
—No tan precioso como tú. Algún día te compraré un anillo de compromiso.
—No lo necesito, Pedro. No necesito nada más.
Pedro le cogió una mano y la puso en su muslo.
—No estaba seguro de que vinieras —le confesó.
—¿Por qué?
—Temía que pudieras arrepentirte.
—He estado contando las horas.
—¿Adónde le has dicho a tu madre que ibas?
—A hacer algunas compras. Si ahora vuelvo a casa, luego puedo salir sin problemas.
—No sé si voy a poder dejar que te vayas, incluso aunque sea solamente por unas horas —dijo él, deteniendo el coche junto al de ella, en el aparcamiento donde lo había dejado por la mañana.
Paula le rodeó el cuello con los brazos.
—Ésta será la última vez. Te lo prometo.
—Nos veremos esta tarde en mi casa.
—Sí.
—Te quiero, Paula.
Aquellas palabras resonaron durante toda la tarde en los oídos de Paula. Ayudó a su madre a preparar la recepción que tendría lugar por la noche y colocó los regalos debajo del árbol para que sus padres y su hermano los encontraran a la mañana siguiente.
Por un momento sintió la tentación de hablarles de su matrimonio, pero Pedro le había advertido que no lo hiciera.
Además, le complacía compartir aquel secreto con él durante unas horas.
Cuando salió de casa, los invitados ya habían empezado a llegar. No tuvo dificultad en desaparecer sin que nadie lo advirtiera.
Condujo despacio por las calles de Portland, admirando la decoración navideña de la mayoría de las casas, pensando que Pedro y ella habían elegido un día maravilloso para casarse, para compartir el amor que sentían.
Pedro salió a recibirla cuando llegó a su casa, y le dio un beso breve y posesivo antes de acompañarla a la sala donde estaba reunida toda la familia y muchos amigos que se habían unido a la celebración.
—Te he echado de menos —susurró él—. ¿Estás segura de que quieres pasar aquí la velada? —no podía ocultar el deseo que sentía por ella.
—¿No crees que deberíamos quedarnos?
—Sí, pero no sé cuánto tiempo podré aguantar, sin empezar a pregonar que ya estamos casados.
Paula se abrazó a él, y no se separaron hasta que la voz de Ángela les interrumpió.
—Nada de eso, tortolitos —les advirtió la joven con una sonrisa—. No querrás escandalizar a los invitados con tu comportamiento, ¿verdad, hermano mayor?
Paula pasó el resto de la velada como si estuviera en un sueño. Cuando llegó el momento de ir a la iglesia, la pareja se metió en el coche de Pedro sin ofrecerse a llevar a nadie más. No pensaban volver a la casa. Paula ya había metido su bolsa de viaje en el maletero del coche.
La misa emocionó a Paula. Después de escuchar la historia de la Natividad, se apagaron buena parte de las luces de la iglesia y se encendieron las velas. Estaba contenta de pasar esos momentos con Pedro, de recordar la magia de navidad, la época del año en la que la gente dejaba de pensar en sus ajetreadas vidas para recordar el maravilloso regalo que les había sido dado. Era un regalo que tenían que llevar consigo durante todo el año. Después del servicio, Pedro la cogió de la mano y la guió fuera de la iglesia. Caminaron en silencio hasta el coche y juntos fueron a uno de los lujosos hoteles del centro de la ciudad, a la orilla del río Willamette.
Pedro sacó las bolsas de viaje del maletero y entró en el hotel sin detenerse en la recepción.
—¿No tenemos que registrarnos? —preguntó Paula.
—Lo he hecho antes —dijo él.
—¡Oh!
Cuando abrió la puerta de la habitación, Paula se quedó maravillada ante la vista que se divisaba desde la ventana.
La luz de la luna brillaba sobre la ciudad y se reflejaba en la nieve que cubría el Monte Hood como si fuera un manto blanco.
—He dejado las cortinas abiertas. Pensé que te gustaría.
—Es precioso, Pedro —murmuró ella, yendo hasta la ventana y mirando al exterior.
Las luces sobre los numerosos puentes que atravesaban el río se reflejaban en el agua, y hacían parecer a la ciudad como un enorme adorno iluminado.
Pedro atrajo a Paula hacia sí, de espaldas a ella.
—Pensé que te gustaría.
—Gracias —dijo ella, volviéndose entre sus brazos—. Gracias por ser como eres, por ser tan considerado. Gracias por quererme.
—No me tienes que dar las gracias por nada —repuso él—. Me he casado con el angelito del árbol de Navidad, ¿qué más puedo pedir?
La besó suavemente, como si temiera asustarla. Por fin, después de todos aquellos largos meses, ya no existía nada que pudiera separarlos.
Paula se sentía amada y protegida. Amaba a Pedro desde que era una niña; ya eran mayores y estaban casados.
—No quiero precipitarme —dijo él dando un paso atrás—. Quiero que esta noche sea muy especial.
—Ya lo es.
Pedro asintió y señaló con la cabeza el cuarto de baño, que tenía la luz encendida.
—Puedes cambiarte ahí si quieres.
Paula se ruborizó. ¿Por qué tenía que sentirse tan tímida ante Pedro? Lo quería y quería que él le enseñara a demostrarle su amor físicamente.
Pedro le rozó levemente la mejilla y sonrió. Paula abrió su bolsa de viaje y sacó su camisón y su bata.
—Enseguida vuelvo.
Al salir apagó la luz del cuarto de baño. La luz de la luna se filtraba por la ventana e iluminaba la cama, donde Pedro la estaba esperando.
Paula avanzó en silencio hacia él. Dejó que la bata se deslizara por sus hombros y cayera al suelo. Después, tímidamente, se metió en la cama, junto a él.
—Eres tan bella que me da miedo tocarte por temor a que no seas real —dijo él, apoyado de costado sobre un codo.
—Soy real —le aseguró ella, poniéndole una mano en el pecho.
La piel de Pedro casi le quemaba las puntas de los dedos.
Pedro le acarició el pelo, y delineó el lóbulo de su oreja con un dedo. Paula lo miró; sus ojos negros brillaban a la luz de la luna y vio la tensión reflejada en su rostro.
Por primera vez se dio cuenta de que él estaba tan nervioso como ella y eso la tranquilizó un poco. Ladeó la cabeza para poder besarle.
Conocía bien su boca. Recordó todos los meses en los que, despierta en su cama, había deseado que Pedro fuera a darle un beso de buenas noches. En ese momento, sus sueños se estaban haciendo realidad en la noche más mágica del año. Pedro estaba allí para compartir su amor con ella.
El beso se fue intensificando, y la ternura de un principio se volvió ardiente, húmeda, más exigente. Paula se sentía arder.
Pedro empezó a explorar el rostro de Paula con los labios, mientras dibujaba con las manos el contorno de su cuerpo.
Aunque era la primera vez que mantenían una relación tan íntima, Paula no tenía ningún reparo. Era Pedro, y la estaba haciendo arder de pasión.
Cuando los besos descendieron por el escote de su camisón, Paula se estremeció. Pedro levantó la cabeza y la miró.
—¿Te he hecho daño?
Paula negó con la cabeza.
—¿Preferirías que no te tocara? —pregunto él, acariciándole un seno.
—Me encanta que me toques, Pedro.
Éste deslizó una mano bajo uno de los tirantes del camisón, después bajo el otro, y lentamente le bajó la prenda hasta la cintura.
Paula era una persona tímida, pero la expresión de Pedro al contemplarla la emocionó. Él bajó la cabeza para besarle los pezones rosados. Ella le acarició la espalda, el pecho, la nuca, el pelo, enredando los dedos en su pelo rizado.
Pedro, después de acariciar todo su cuerpo, se tendió sobre ella y le mostró con infinita delicadeza el hermoso éxtasis que podían compartir dos personas. Con paciencia, esperó a que ella se adaptara a él para empezar el eterno ritmo que les llevó a ambos hasta el punto más alto del placer.
Pedro le murmuraba palabras llenas de amor, y esperó a sentir las contracciones en lo más profundo del cuerpo de Paula para dar rienda suelta a su deseo.
—Oh, Pedro—susurró ella entre jadeos, cuando pudo recuperar el aliento—. Nunca imaginé que pudiera ser así. Nunca creí que hacer el amor fuera tan maravilloso. ¿Cómo hemos podido esperar tanto tiempo?
—Tenía que esperar, amor mío —dijo él, tendiéndose boca arriba y rodeándola con un brazo—. No podría haberte amado así para irme después. Tenía que saber que eras mía para toda la noche, para todas las noches.
Ella sonrió, besándolo.
—Si lo hubiera sabido…
—Me alegro de que no te lo imaginaras. Ya me tentabas bastante.
Tendidos en la cama compartieron recuerdos de los meses que habían estado separados, planearon el futuro y hablaron de los hijos que tendrían. Pedro se había encargado de protegerla del riesgo de quedar embarazada, y hablaron de que sería necesario que esperaran para formar su propia familia hasta que ella terminara sus estudios.
Después volvieron a hacer el amor, más despacio, explorando y experimentando. Paula estaba deseosa por aprender todo lo que sabía le gustaba a Pedro. Cuando por fin se durmieron, casi había amanecido y ellos dos estaban exhaustos.
Por eso no oyeron el ruido de la puerta al abrirse a la mañana siguiente.
Lo primero que oyeron fue la voz del padre de Paula, ordenándoles que se levantaran, se vistieran y salieran de la habitación.
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